Fer y yo teníamos a la Mumu desde mayo del 2001. Su hermano, que es veterinario, nos la ofreció porque ya no la querían en la casa en la que vivía. Mumu (en realidad se llamaba Dixie pero Fer y yo le cambiamos el nombre poco a poco) era una perrita Cocker y en esa época tenía apenas 6 meses. Los Cocker Spaniel tienen muy mala fama y muy mala suerte. Mala suerte porque la gente siempre los compra o los adopta porque son muy bonitos, ahí con su cara de tristeza. Mala fama (aunque bien ganada) porque de cachorros son muy latosos. Es lo que le pasa a Jade, la Cocker de mis sobrinos, a la que tienen amarrada todo el día, propiciando que se coma sus propias heces y esté siempre triste. A mi Mumu la tenían todo el día con un pañal para que no ensuciara (la gente es pendeja) y como era muy latosa, su dueña (seguramente una maldita vieja imbécil) la quería sacrificar. El hermano de Fer prefirió ofrecérnosla y nos la vendió en 1500 pesos.
Nosotros no queríamos tener ya más animales pues apenas hacía poco que acabábamos de adoptar a Cló, nuestra gata negra, pero la cara de Dixie y su zalamería nos ganó. La compramos con todo y una pequeña casita transportadora color azul. En esos días fue que Fer y yo nos fuimos a vivir juntos a una unidad habitacional en la que eran muy hostiles con los animales. Nos valió y la metimos junto al Pius el French Poodle de Fer y la Cló. Más tarde salimos huyendo de ahí en parte por esa hostilidad absurda hacia los perros. (Sí, absurda: a mí los gritos de las larvas de los vecinos me enervan, y ni siquiera son seres a los que desparasiten, como yo a mis perros) Allí el conserje –un freak con cara de retrasado mental- le daba golpes con la escoba a la puerta, provocando que los 2 perros ladraran como locos. Pensaba que yo no estaba en casa por las mañanas, y el día que me di cuenta lo confronté y, claro, el pendejo reaccionó como un cobarde balbuceando que no era cierto. Este mismo idiota solía ponerle cuetes a los gatos “para que se fueran”. Un completo tarado.
Mi Mumu vivía relativamente bien allí. Yo la paseaba todos los días por la mañana y por la noche, pero el lugar era demasiado pequeño. Las vecinas con las que establecimos relaciones la trataban muy bien y la pasearon los días que mi mamá estuvo hospitalizada y yo no podía hacerlo. Pero un día encontró una caja de pastillas para el estreñimiento y se las comió. Al regresar el departamento era un campo minado y Mumu estaba recostada en el piso con cara de “¡¡ya, que pare esto!!”. Hay más historias muy chidas de mi perra, pero también el lado grisáceo de su personalidad.
Mumu era una perra triste, no sé por qué. Casi siempre estaba cabizbaja, era muy gruñona, y algunas tardes (ya viviendo aquí) si no la metíamos a la casa, lloraba desconsoladamente hasta que lograba su objetivo. Recuerdo escenas que no eran particularmente tristes pero que ahora así lo son: mi Mumu sentada viendo hacia la puerta, viendo cómo pasaban las sombras de la gente que andaba por la acera. Eso era todo lo que hacía. O destrozar su changuito, un peluche verde que yo había comprado en la Lagunilla y que parece a los monos del Dirty de Sonic Youth. Pero era muy apática. Si le dábamos huesos a todos lod perros, ella se tardaba hasta 10 minutos en acabar con uno, mientras que los demás ya llevaban hasta tres rondas. “parece que no siente alegría por vivir”, nos decía la gente. Pues sí, así parecía. Una vez Fer la tomó de las patas delanteras y descubrió lo que la hacía llorar: que le cantaran esa canción del Sapito. Fer la cantaba y ella lloraba y aullaba.
Pero su vida transcurrió con muchas alegrías. Era muy poco exigente al respecto. Vivía para nosotros. En las mañanas en las que me tocaba lavar el patio, mientras yo lo hacía, ella se iba a asomar por un resquicio de la puerta para ver si pasaba la gente y si así era, le ladraba, como protegiéndome. Yo la premiaba metiéndola a la casa y, sin decirle a Fer, la subía a la cama a que durmiera. Esa, creo yo, era una de sus más grandes alegrías. Los últimos días ya no se la pudimos cumplir porque ya no controlaba sus esfínteres y orinaba y defecaba sin control. Pero lo que la enloquecía de alegría era entrar, mirar a la puerta y acostarse en la cama, y si no podía, en un sillón de la sala (siempre en el mismo lugar, sin falta). La comida no la hacía especialmente feliz y, por lo general, despreciaba las carnazas. Un día dejó a la muchacha sin comer porque se subió a la mesa y le arrebató su pechuga asada. Mi Mumu.
Los Cocker son una raza muy difícil. Tienen problemas de comportamiento y de salud. A la gente le gustan de cachorros pero en la calle es una de las razas más comunes, pues la gente (no olvidemos que hablamos de esa gente estúpida y pendeja) los echa a la calle sin remordimientos. Mi Mumu tenía problemas con sus orejas. Se las mojaba todo el tiempo y le salían infecciones que le quitamos con técnicas medievales (arrancarle las costras con agua y jabón, ni más ni menos). Igual tenía el típico sobrepeso de los de su raza. También le salieron manchitas negras en la panza, por una cuestión hormonal, según nos dijeron. Así se la pasó mi Mumu. La operamos para que no tuviera cachorros y pensamos que sería lo último duro en mucho tiempo. Pero no fue así.
Un día le apareció una bola en una pata. La llevamos con un doctor que nos dijo que no le latía, que podía ser algo malo. Le recetó algunas cosas y la hinchazón bajó. Pero un día antes de irnos de vacaciones Ferucca y yo, nos dimos cuenta de que la bola volvía a salir y además la misma Mumu se la mordía quizá para quitarse la comezón, dejándosela llena de sangre. Y dije yo: “hay que llevárnosla para vigilarla, y si empeora, la llevamos a un veterinario allá”. Así hicimos. Allí dejó de comer. Creímos que era por el calor. Solo nos aceptaba salchichas, pero sus croquetas ni las tocaba. Regresamos a México y fuimos a ver al veterinario que queda cerca de nuestra casa. Es un doctor muy pendejo que nos dijo que seguramente se había enterrado algo y la recetó para ello. La llenó de antibióticos. Pero lo peor aún estaba por venir.
Mumu dejó de comer ahora sí en serio y en cambio tenía diarrea. El doctor nos dijo que era el agua, que debía beber agua purificada. Pero ni cambiando sus hábitos mejoró, y seguía sin probar alimentos. Por medio de un copro descubrió que tenía bichos. También la recetó al respecto. Pero nada. El muy imbécil se rindió: “no sé qué tiene y como no toma agua está muy deshidratada, van a tener que hospitalizarla”. No nos hicimos a la idea y Fer me propuso que mejor la lleváramos al consultorio de el médico con el que ya la habíamos llevado antes. Le explicamos que aparte de todo, Mumu poco a poco comenzaba a caminar menos y peor. Le costaba mucho subir las escaleras porque le temblaban las piernas. Nosotros sospechábamos que era un problema psicológico, porque la Mumu solía ser manipuladora y depresiva. El doctor creyó lo mismo, pues mucho de lo que veía así indicaba. Le hizo un chequeo general y nos lanzó dos hipótesis: la perra tal vez estaba afectada del sistema nervioso central o bien, debido a lo de la bola en la pata y a que se quejaba cuando le revisaba el vientre, podía ser que tuviera cáncer y que hubiera metástasis que llegó a la cabeza.
Los análisis de sangre que le mandó hacer nos mostraron la verdad: mi perra tenía un problema renal. Los niveles estaban disparados y la urea la tenía envenenada y por eso tenía comportamientos extraños. Si la cosa estaba muy avanzada no había qué hacer. Si no, de todas maneras era algo difícil pues un riñón dañado no se regenera y sí empeora. Además, por habérnosla llevado a Tonatico, cabía la posibilidad de que el origen de todo fuera una bacteria típica del campo, común en las vacas y los ratones. Así que había que descartar, pues si así era, todos estaríamos en riesgo. Como Mumu estaba deshidratada, se quedó un par de días en la veterinaria, con una botella de suero conectada a su pata izquierda. Mientras salían los resultados, fuimos a visitarla por las tardes. Mumu dio un levantón el primer día que nos vio, pero después en realidad solo decayó aún más. Y los resultados eran pésimos. El doctor nos lo dijo: no había mucho por hacer.
Nos llevamos a Mumu a la casa para que pasara sus últimos días en su casa con sus cosas y a nuestro lado. La cita era para el sábado por la mañana. De ahí nos íbamos a ir a Tonatico a enterrarla, pues el doctor nos dijo que en realidad esos servicios funerarios para perros no son individuales y nos íbamos a quedar con cenizas de perros que ni eran nuestros. Y la mañana del sábado en que teníamos que ir, la esperanza llegó: Mumu se levantó a orinar, defecar y tomar agua, todo eso que llevaba días sin hacer. Incluso aceptó que la alimentáramos. Estuvo caminando, se tiró en el suelo para que le llegaran los rayos del sol y le hablamos al doctor para hacerle saber las buenas noticias. Nos dijo que eso era justamente lo que esperaba, que era como avanzar un 50% y nos pidió que la lleváramos para revisarla. No quise pensar en esas historias de gente enferma que se levanta el día antes de su muerte. Mi Mumu tenía que estar bien. Hasta la filmamos.
En el consultorio del doctor se volvió a deprimir, porque ya sabía a qué iba a ese lugar. Ahí había convivido con un cachorro que nadie quería y cuyo destino era terminar sacrificado, una perra anciana a la que le habían quitado un tumor y una perrita operada para no tener cachorros. El doctor le cambió el tratamiento y nos dio una semana para observarla. Regresamos a la casa y decidimos celebrar cenando sushi.
Pero por la noche Mumu nos despertó tres veces: a las 12, a las 4 y a las 6. Todas las veces estaba llena de su propio excremento. Es un decir, en realidad estaba llena de una masa negra y rojiza. Primero pensamos que estaba bien, que seguramente sería normal pues llevaba días sin defecar. Pero hacerlo tres veces ya no es normal. Eso no eran heces, sino su sangre y, no sabemos, igual y hasta partes de su intestino. Mumu llevaba mucho medicada, su estómago ya estaba agotado y Fer y yo simplemente nos volteamos a ver. Ya sabíamos lo que tendríamos qué hacer. Llamamos al doctor y nos dijo que nos esperaba en su consultorio.
Llegando simplemente hicimos lo que podíamos hacer a esas alturas: abrazarla y besarla. El doctor aplicó una sobredosis de anestesia. Mumu, que llevaba días ya casi sin responder a ningún estímulo, sintió un ardor, gimió levemente, frunció el ceño (como hacía cuando un perro se acercaba a su plato de comida) y quiso lanzar una mordida para defenderse , pero lo que lanzó fue su última mordidita sin fuerza. Le agarré el hocico para que no mordiera al doctor y recargué su cabeza en la plancha. Eso fue lo último que hizo mi perra. El doctor nos dejó solos para llorar a nuestra Mumu. Luego la envolvimos en su cobija y la metimos en una bolsa de plástico negro. Eso fue todo. Horas más tardes la incineramos en un refugio confiable en el que sí vimos que fuera solo mi Mumu a la que metían al horno. Ví cómo salía humo por la chimenea y pensé que esa era su alma. Nunca pienso ese tipo de cosas pero esta vez sí. Ahora sus cenizas están en una pequeña urna plateada con su nombre –Dixie.
Escribo esto para que nadie lo lea. Necesitaba escribirlo y ya. Ya es martes, han pasado dos días desde que comencé a hacerlo. Ya ni siquiera puedo llorar. Mumu ya no está en su esquina, en donde dormía acostada en un cojín grande. Cuando llego a la casa ya solo ladran Rocco, Lía y Pius. Mumu ya nunca va a volver a ladrar. No tengo fotos de ella, o por lo menos están sin revelar. Tenemos videos y fotos del celular. Ahora no quiero ver nada de eso. Simplemente, aquí está uno de los dibujos que le hice la noche del viernes, mientras dormía en su esquina. Mumu, donde quiera que estés, Fer y yo te vamos a amar siempre. Fuiste mi primer perra y no hay nada ni nadie que te pueda sustituir. Te amo.